| DIARIO DE UNOS VEINTENARIOS DE LOS SESENTA Cuarta parte Como “el manteca” ya no tenía más viñas que vendimiar no nos quedó otro remedio que volver otra vez al mercado de trabajo para ver si alguien se apiadaba de nosotros y nos contrataba. Esta vez dimos con un terrateniente de los de siempre. Gordo, chulo, despreciativo y mandón. Se paró ante nosotros y nos hizo que le enseñáramos las manos. En los dos días pasados no podían habernos salido muchos callos, pero como él no lo sabía nos preguntó si nos habíamos escapado de casa y si éramos futbolistas. Nos contrató creo yo que sólo por divertirse con nosotros. Fuimos en el remolque de un tractor esta vez bastante más lejos que los días anteriores. Realmente solo recuerdo que yo ya no sabía ni dónde estaba. No podía agacharme sin sentir unos pinchazos (como de parto, digo yo) en los riñones. José Ignacio tampoco andaba muy a la zaga. Cuando ya llevábamos un buen trecho vendimiado llegó “el amo” a caballo, muy chulito él, con un hermoso animal y una fusta. Estoy seguro de que el animal estaba harto de llevarle encima. Yo creo que debía pesar más o menos ciento veinte quilos. Nos estuvo buscando, y en cuanto nos vio se bajó del caballo y vino, con la fusta, a “mal meter” como se dice por aquellas tierras. ¡Qué os pasa! ¿Estáis cansaos? Y a la vez que empezaba a reírse se echó un poco hacia atrás para apoyarse en la cepa y ¡OH Dios! Se despanzurró contra ella y se cayó de espaldas. Yo me puse a mirar para otro lado y José Ignacio me miró. Los dos estábamos que nos moríamos de risa. ¡Bien que se lo tiene merecido! Tuvo que venir su capataz para levantarle pues él por sí mismo era incapaz y nosotros... ¡qué queréis que os diga! Ni ganas ni fuerzas para eso. Estoy convencido de que de toda nuestra aventura, éste fue el momento más regocijante. Al acabar el día, era tan deplorable nuestro estado que decidimos ¡abandonar! ¡Irnos a casa de mis padres! ¡Darnos una ducha! ¡Dormir un año seguido! Cualquier cosa menos seguir. |
miércoles, agosto 02, 2006
| DIARIO DE UNOS VEINTENARIOS DE LOS SESENTA Tercera parte ¡A cañonazos tuvieron que despertarnos al día siguiente! Con el traje de faena nos presentamos por segunda vez en la plaza y por segunda vez fuimos con “el manteca” a terminar su viña. La cosa funcionó como el día anterior, pero ¡Que horror! A la media hora los dolores de riñones eran terribles. ¡Bueno, ya se irán acostumbrando! decía Jose Ignacio. Pero sí, sí, aquello parecía que se iba a quedar crónico. No se ni como acabamos, pero recuerdo que “el manteca” nos llevó a su casa, nos invitó a cenar y nos estuvo contando sus penas. Un hijo suyo, que se había ido para fraile hacía algún tiempo, se había salido del convento y el padre no sabía qué hacer con él. “Ha perdido una oportunidad de estudiar”, decía el buen hombre. Supongo que recibimos nuestra paga (puede que José Ignacio tenga más detalles del final de nuestro contrato) y mi siguiente recuerdo es que cuando volvimos a la pensión estábamos todo pringosos, hasta tal punto que mi mono se quedaba de pie cuando me lo quitaba. |
| DIARIO DE UNOS VEINTENARIOS DE LOS SESENTA Segunda Parte En la entrada anterior se me olvidó decir que puesto que pensábamos ir a vendimiar no podíamos presentarnos como unos señoritos, de manera que en Cintruénigo compramos la herramienta fundamental para la vendimia, el hocete, que como se puede suponer es una hoz pequeña. Con él se cortan los racimos de uva de las cepas. También incluimos "la ropa de trabajo", en mi caso el experimentado mono, color caqui, de las Milicias. Bueno, pues a las seis de la mañana del día siguiente nos encontrábamos en la Plaza Mayor de Olite esperando que alguien nos contratara (por entonces era donde estaba el mercado de trabajo durante la vendimia). No teníamos ni idea de lo que nos podían pagar por cada día de trabajo, pero esperábamos que como en el evangelio nos dieran lo mismo que a los que habían llegado antes. En las mismas circunstancias que nosotros se encontraban otros aspirantes. Había de todo. Labradores locales, de otras regiones, gitanos que habitualmente venían todos los años a la vendimia... y dos "chavales con las manos muy limpias y poco callosas". Llegó el contratador (al que luego supimos que en Olite se le conocía como "el manteca". Debía ser por lo buena persona que era) y debimos caerle bien porque nos contrató, junto con algunos más por la enorme cantidad de 120 pesetas, de las de entonces, por día. Tiempo, el que podamos hacer de sol a sol. Nos subimos a una galera (a los novatos les podemos decir que es una especie de semiremolque con un eje delante (giratorio) y otro atrás (fijo), arrastrado por caballerías. Nos llevaron a una viña no muy lejos del pueblo y nos colocamos uno al final de cada línea de cepas. José Ignacio y yo uno al lado del otro. A mi derecha un gitano. Al ver la viña pensamos que teníamos trabajo para un mes. Era enorme y las filas de cepas parecían no tener fin, pero muy ilusionados comenzamos nuestra tarea. De vez en cuando nos levantábamos para ver cómo íbamos. Pero, ¡no! ¡Que no podéis imaginaros lo que es estar agachado, buscando racimos, cortándolos y echándolos en unas seras pequeñas que cuando estaban llenas nos recogían los cargadores". ¡que no! Al cabo de media hora (¡una eternidad!) me levanté para ver donde estaba José Ignacio y por primera vez noté un cierto dolor en los riñones. No íbamos muy atrasados de los demás. Seguimos dándole caña al hocete, pero después de otra media hora me volví a levantar y vi a Jose a la misma altura de mí que antes y le dije: "qué tal, ¿cómo vamos?" Su contestación reflejó muy bien la situación:"no veo más que culos". Qué gráfico, ¿verdad? Empezábamos a notar la inexperiencia y falta de costumbre en agacharnos. Aún no habíamos llegado a ser abuelos. Era el primer día y poco después ya no veíamos ni los culos de los que iban delante. De todas maneras, para que no hagamos juicios de valor a destiempo sucedió algo que casi me emocionó, mejor dicho, hizo resurgir de mí mi agradecimiento. Era a media mañana, antes de almorzar. Ya habíamos llegado casi al final de la línea de cepas y en un momento determinado metí la cabeza en una nueva buscando los puñeteros racimos que parecían esconderse. Nada. ¡Ni uno! Pensé que la cepa quería darme un descanso, así que me levanté y coincidió mi mirada con la de un gitano que se sonreía irónicamente al verme tan perplejo. No me dijo nada, pero yo estoy seguro de que fue él el que cortó los racimos al verme tan apurado. Vamos, que lo miré como Cristo al Samaritano. Paramos a almorzar y nos refugiamos en unas piedras al pie de un árbol. A nuestro lado, otro de los gitanos trabó conversación con nosotros ofreciéndose a cambiarnos su buen tocino por nuestro jamón. Bien, al final hicimos el trato. No os podéis imaginar con que gusto nos comimos el pan untado de tocino. Yo ya empezaba a notar un fuerte tirón en los riñones. No recuerdo más detalles del trabajo de aquel primer día, pero no puedo olvidar nuestra risa nerviosa al comprobar, después de ducharnos, que tumbados tripa arriba no podíamos doblar los pies que no dejaban de mirar al techo. El mono empezaba a ponerse pegajoso del mosto y las avispas merodeaban por todos lados. En fin, creo que las viudas nos dieron de cenar un par de huevos. Como no podíamos con nuestra alma, nos fuimos a la cama sin ganas de hacer un poco de turismo. ¡Qué tontería! |
| DIARIO DE UNOS VEINTENARIOS DE LOS SESENTA Primera parte Estábamos a principios de la década del sesenta. Yo había terminado mi carrera y las prácticas de las Milicias Universitarias no empezaban hasta enero del año siguiente, así que jugando un día al ajedrez en Olivar empezamos a pensar qué es lo que podíamos hacer hasta que José Ignacio empezara su curso en la Escuela. Tal vez, de repente pensamos “ir a vendimiar”. Podía ser una magnífica ocasión para “experimentar cosas nuevas, ganar algún dinero y volver en avión a Madrid” (era nuestra ilusión). Los primeros comentarios fueron que estábamos locos, que no teníamos ni idea de lo que era la vendimia, pero teníamos como ejemplo a Gonzalo que en su locura juvenil había recorrido media España en bicicleta y ahí le teníamos en París, casado con Hilde y padre de ¿cuatro hijos? Bueno sí, pero ¿dónde vamos? y ¿cómo vamos? No teníamos ningún medio de transporte propio de manera que el “auto stop” podía ser nuestra solución. El equipaje incluía una tienda de campaña (pensábamos que sería nuestro mejor y más barato alojamiento durante la aventura). Que yo recuerde, pocas cosas más. El objetivo, Cintruénigo (un pueblo en la ribera de Navarra donde mi padre ejercía la medicina). El momento, inmediatamente. Pues bien, no recuerdo bien pero imaginemos que fue un lunes, temprano, cuando nos dirigimos a la salida de Madrid, después de oír las “recomendaciones del alma” de todos, al “puente de la CEA”. No tuvimos que esperar mucho (en aquella época el “auto stop” era algo simpático y la gente solía coger a los “autostopistas” sin ningún temor. Un magnífico coche se paró ante nuestra señal y se ofreció a llevarnos. Era un matrimonio venezolano que estaba en España pasando las vacaciones y que iba a Zaragoza. Nuestra ruta a Cintruénigo seguía el mismo camino hasta Medinaceli, así que no lo dudamos. Recordamos los suspiros de la señora cada vez que nos cruzábamos con una pareja de la guardia civil. Para ellos era una delicia y una tranquilidad, a nosotros, en nuestra época estudiantil, nos hacía cruzar los dedos. Por lo visto, en Venezuela en aquella época era muy peligroso ir en coche por ciertas rutas. El marido era pagador de una empresa petrolífera y tenía que hacer viajes con dinero para pagar a sus empleados una vez al mes. Según nos contó, en una ocasión le paró la policía de carreteras y con el revolver en la mano le exigieron todo lo que llevaba. Por eso nos dijo: “Da gusto en España. ¡Qué tranquilidad da la Guardia Civil! Pasamos por el cementerio de los italianos en Guadalajara y también dedicamos uno a la guerra del 36, y antes de llegar a Medinaceli decidimos que si no tenían inconveniente queríamos seguir hasta Zaragoza pues sería más fácil que alguien no recogiera en la carretera de Bilbao que en la de Soria. Aceptaron gustosos y llegamos al valle del río Alhama, inconscientes de lo que a José Ignacio le iba a ocurrir por aquella zona en su periplo como “pesador”. ¡Qué magníficos árboles frutales había en las huertas a la orilla del río! Tuvimos que explicar a los venezolanos que había guardas nocturnos para evitar el que la gente que pasaba por la carretera cogiera la fruta de los árboles. Pasamos por el desvío a Lumpiaque desde La Almunia de Doña Godina (qué nombre tan bonito) y no recuerdo cómo llegamos a Casetas, lugar donde pensábamos seguir con el “auto stop” hasta Tudela o en el peor caso, en tren. El siguiente recuerdo que tengo es esperando algún alma caritativa que nos llevase a Cintruénigo. Ya estaba anochecido y en el último momento acertamos pues pasó Julián Chivite en su coche que volvía a Cintruénigo. Paró y supongo que al preguntarnos dónde íbamos así y contarle nuestra aventura “se quedó con la copla”. Llegamos sin novedad a casa. Creo que sólo estaban mis padres y Javier. A los dos días salimos por tren rumbo a Olite. Mi madre nos había surtido de chorizos y “foiegras” de Leiva. No se como llegamos pero sí se que nos quedamos en una pensión de dos viudas que se desvivían por atendernos. |
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