| DIARIO DE UNOS VEINTENARIOS DE LOS SESENTA Primera parte Estábamos a principios de la década del sesenta. Yo había terminado mi carrera y las prácticas de las Milicias Universitarias no empezaban hasta enero del año siguiente, así que jugando un día al ajedrez en Olivar empezamos a pensar qué es lo que podíamos hacer hasta que José Ignacio empezara su curso en la Escuela. Tal vez, de repente pensamos “ir a vendimiar”. Podía ser una magnífica ocasión para “experimentar cosas nuevas, ganar algún dinero y volver en avión a Madrid” (era nuestra ilusión). Los primeros comentarios fueron que estábamos locos, que no teníamos ni idea de lo que era la vendimia, pero teníamos como ejemplo a Gonzalo que en su locura juvenil había recorrido media España en bicicleta y ahí le teníamos en París, casado con Hilde y padre de ¿cuatro hijos? Bueno sí, pero ¿dónde vamos? y ¿cómo vamos? No teníamos ningún medio de transporte propio de manera que el “auto stop” podía ser nuestra solución. El equipaje incluía una tienda de campaña (pensábamos que sería nuestro mejor y más barato alojamiento durante la aventura). Que yo recuerde, pocas cosas más. El objetivo, Cintruénigo (un pueblo en la ribera de Navarra donde mi padre ejercía la medicina). El momento, inmediatamente. Pues bien, no recuerdo bien pero imaginemos que fue un lunes, temprano, cuando nos dirigimos a la salida de Madrid, después de oír las “recomendaciones del alma” de todos, al “puente de la CEA”. No tuvimos que esperar mucho (en aquella época el “auto stop” era algo simpático y la gente solía coger a los “autostopistas” sin ningún temor. Un magnífico coche se paró ante nuestra señal y se ofreció a llevarnos. Era un matrimonio venezolano que estaba en España pasando las vacaciones y que iba a Zaragoza. Nuestra ruta a Cintruénigo seguía el mismo camino hasta Medinaceli, así que no lo dudamos. Recordamos los suspiros de la señora cada vez que nos cruzábamos con una pareja de la guardia civil. Para ellos era una delicia y una tranquilidad, a nosotros, en nuestra época estudiantil, nos hacía cruzar los dedos. Por lo visto, en Venezuela en aquella época era muy peligroso ir en coche por ciertas rutas. El marido era pagador de una empresa petrolífera y tenía que hacer viajes con dinero para pagar a sus empleados una vez al mes. Según nos contó, en una ocasión le paró la policía de carreteras y con el revolver en la mano le exigieron todo lo que llevaba. Por eso nos dijo: “Da gusto en España. ¡Qué tranquilidad da la Guardia Civil! Pasamos por el cementerio de los italianos en Guadalajara y también dedicamos uno a la guerra del 36, y antes de llegar a Medinaceli decidimos que si no tenían inconveniente queríamos seguir hasta Zaragoza pues sería más fácil que alguien no recogiera en la carretera de Bilbao que en la de Soria. Aceptaron gustosos y llegamos al valle del río Alhama, inconscientes de lo que a José Ignacio le iba a ocurrir por aquella zona en su periplo como “pesador”. ¡Qué magníficos árboles frutales había en las huertas a la orilla del río! Tuvimos que explicar a los venezolanos que había guardas nocturnos para evitar el que la gente que pasaba por la carretera cogiera la fruta de los árboles. Pasamos por el desvío a Lumpiaque desde La Almunia de Doña Godina (qué nombre tan bonito) y no recuerdo cómo llegamos a Casetas, lugar donde pensábamos seguir con el “auto stop” hasta Tudela o en el peor caso, en tren. El siguiente recuerdo que tengo es esperando algún alma caritativa que nos llevase a Cintruénigo. Ya estaba anochecido y en el último momento acertamos pues pasó Julián Chivite en su coche que volvía a Cintruénigo. Paró y supongo que al preguntarnos dónde íbamos así y contarle nuestra aventura “se quedó con la copla”. Llegamos sin novedad a casa. Creo que sólo estaban mis padres y Javier. A los dos días salimos por tren rumbo a Olite. Mi madre nos había surtido de chorizos y “foiegras” de Leiva. No se como llegamos pero sí se que nos quedamos en una pensión de dos viudas que se desvivían por atendernos. |
miércoles, agosto 02, 2006
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