miércoles, agosto 02, 2006

DIARIO DE UNOS VEINTENARIOS DE LOS SESENTA


Segunda Parte

En la entrada anterior se me olvidó decir que puesto que pensábamos ir a vendimiar no podíamos presentarnos como unos señoritos, de manera que en Cintruénigo compramos la herramienta fundamental para la vendimia, el hocete, que como se puede suponer es una hoz pequeña. Con él se cortan los racimos de uva de las cepas. También incluimos "la ropa de trabajo", en mi caso el experimentado mono, color caqui, de las Milicias.
Bueno, pues a las seis de la mañana del día siguiente nos encontrábamos en la Plaza Mayor de Olite esperando que alguien nos contratara (por entonces era donde estaba el mercado de trabajo durante la vendimia). No teníamos ni idea de lo que nos podían pagar por cada día de trabajo, pero esperábamos que como en el evangelio nos dieran lo mismo que a los que habían llegado antes.
En las mismas circunstancias que nosotros se encontraban otros aspirantes. Había de todo. Labradores locales, de otras regiones, gitanos que habitualmente venían todos los años a la vendimia... y dos "chavales con las manos muy limpias y poco callosas".
Llegó el contratador (al que luego supimos que en Olite se le conocía como "el manteca". Debía ser por lo buena persona que era) y debimos caerle bien porque nos contrató, junto con algunos más por la enorme cantidad de 120 pesetas, de las de entonces, por día. Tiempo, el que podamos hacer de sol a sol.
Nos subimos a una galera (a los novatos les podemos decir que es una especie de semiremolque con un eje delante (giratorio) y otro atrás (fijo), arrastrado por caballerías. Nos llevaron a una viña no muy lejos del pueblo y nos colocamos uno al final de cada línea de cepas. José Ignacio y yo uno al lado del otro. A mi derecha un gitano. Al ver la viña pensamos que teníamos trabajo para un mes. Era enorme y las filas de cepas parecían no tener fin, pero muy ilusionados comenzamos nuestra tarea.
De vez en cuando nos levantábamos para ver cómo íbamos. Pero, ¡no! ¡Que no podéis imaginaros lo que es estar agachado, buscando racimos, cortándolos y echándolos en unas seras pequeñas que cuando estaban llenas nos recogían los cargadores". ¡que no!
Al cabo de media hora (¡una eternidad!) me levanté para ver donde estaba José Ignacio y por primera vez noté un cierto dolor en los riñones. No íbamos muy atrasados de los demás. Seguimos dándole caña al hocete, pero después de otra media hora me volví a levantar y vi a Jose a la misma altura de mí que antes y le dije: "qué tal, ¿cómo vamos?" Su contestación reflejó muy bien la situación:"no veo más que culos". Qué gráfico, ¿verdad? Empezábamos a notar la inexperiencia y falta de costumbre en agacharnos. Aún no habíamos llegado a ser abuelos. Era el primer día y poco después ya no veíamos ni los culos de los que iban delante. De todas maneras, para que no hagamos juicios de valor a destiempo sucedió algo que casi me emocionó, mejor dicho, hizo resurgir de mí mi agradecimiento. Era a media mañana, antes de almorzar. Ya habíamos llegado casi al final de la línea de cepas y en un momento determinado metí la cabeza en una nueva buscando los puñeteros racimos que parecían esconderse. Nada. ¡Ni uno! Pensé que la cepa quería darme un descanso, así que me levanté y coincidió mi mirada con la de un gitano que se sonreía irónicamente al verme tan perplejo. No me dijo nada, pero yo estoy seguro de que fue él el que cortó los racimos al verme tan apurado. Vamos, que lo miré como Cristo al Samaritano.
Paramos a almorzar y nos refugiamos en unas piedras al pie de un árbol. A nuestro lado, otro de los gitanos trabó conversación con nosotros ofreciéndose a cambiarnos su buen tocino por nuestro jamón. Bien, al final hicimos el trato. No os podéis imaginar con que gusto nos comimos el pan untado de tocino.
Yo ya empezaba a notar un fuerte tirón en los riñones.
No recuerdo más detalles del trabajo de aquel primer día, pero no puedo olvidar nuestra risa nerviosa al comprobar, después de ducharnos, que tumbados tripa arriba no podíamos doblar los pies que no dejaban de mirar al techo. El mono empezaba a ponerse pegajoso del mosto y las avispas merodeaban por todos lados. En fin, creo que las viudas nos dieron de cenar un par de huevos. Como no podíamos con nuestra alma, nos fuimos a la cama sin ganas de hacer un poco de turismo. ¡Qué tontería!

No hay comentarios: