LA FAMILIA “ARIAS RAMOS” Y LA AMISTAD – y VI.
Fue también en estos años cuando sucedió un episodio al que me gustaría referirme ahora y que, posiblemente, sea desconocido por la mayoría de la familia Arias, y quizás se haya perdido en el olvido en la memoria de las personas directamente implicadas en el mismo. Sin embargo, la anécdota viene bastante a cuento, pues pone de manifiesto cómo el concepto de la amistad que antes he analizado para el caso de la familia Aria Ramos, no se quedó restringido a una generación específica, sino que se trasmitió íntegramente a las
generaciones futuras de la familia, que supieron ser fieles a sus amigos aún en los detalles más pequeños y en situaciones difíciles donde el poner de manifiesto la amistad era, cuanto menos, arriesgado. Gonzalo Arias Bonet era por esta época un “pacifista activo”; en la actualidad, esta actitud puede considerarse como absolutamente normal, pero en los años del tardofranquismo este “activismo” podía llevarle a uno a la cárcel, y esto es precisamente lo que le sucedió a Gonzalo en varias ocasiones. Debió ser quizás durante una de sus estancias en prisión cuando el futuro presidente del congreso de Diputados, Don Gregorio Peces Barba, fue deportado a Villafranca Montes de Oca por orden de las autoridades de la dictadura. Gonzalo Arias, en cuanto conoció la noticia, no dudó en escribir a mi madre, y a pesar de su falta de libertad, logró que su carta, que, por cierto, llegó sin el matasellos reglamentario, alcanzara su destino. En su carta Gonzalo pedía a mi madre que se presentara a su amigo Gregorio Peces Barba en su nombre, le explicara lo que Villafranca había significado para la familia Arias y se ofreciera a él para todo lo que necesitara. Para cuando llegó la carta a Villafranca el futuro presidente del Congreso de Diputados debía llevar en Villafranca dos o tres semanas. Los comentarios pueblerinos acerca de la estancia de un “señor muy importante de Madrid” que se hospedaba en el bar Sagrado, eran de los más variopintos ─se llegó hasta decir que era un “comisario de policía”─. La verdad es que la vida de Don Gregorio en Villafranca era de lo más monótona y, posiblemente, aburrida. Acudía a misa a diario, era visitado con mucha frecuencia por la guardia civil y también, casi a diario, daba un paseo matinal hasta la ermita de la Virgen de Oca. Atendiendo a la más elemental norma de prudencia, totalmente necesaria en aquellas circunstancias, mi madre pensó que la mejor forma de ponerse en contacto con Peces Barba era acudir a su encuentro en su paseo matinal camino de la ermita. Así pues, una mañana después de ver pasar a Don Gregorio, se puso en camino para poder saludarle. Lamentablemente, el encuentro no pudo tener lugar, ya que ese mismo día y cuando estaba a punto de producirse, apareció una patrulla de la guardia civil en el propio camino que conduce a la ermita y se llevó consigo a Peces Barba, que desapareció de Villafranca para siempre. Al parecer, los funcionarios del régimen franquista, tan previsores ellos, habían cometido algunos errores administrativos al enviar al futuro presidente de la Cortes deportado a Villafranca, el principal de los cuales había surgido como resultado de la descoordinación existente entre las distintas instituciones del estado. Efectivamente, se le había impuesto a Peces Barba la obligación de presentarse diariamente al cuartel de la guardia civil del lugar de su deportación. Villafranca Montes de Oca siempre había tenido cuartel de la benemérita, pero cuando Peces Barba llegó deportado a la localidad hacía ya más de cuatro meses que el cuartel había sido suprimido, por lo que se le trasladó al también pueblo burgalés de Santa María del Campo, que sí tenía cuartel de la guardia civil, donde completó su deportación. Es posible que Don Gregorio Peces Barba desconozca, incluso en la actualidad, que un amigo suyo, desde la cárcel, había pedido la colaboración de otros amigos residentes en el pequeño pueblo donde había sido deportado, para que le prestaran su ayuda en cuanto necesitase.
En 1974, una vez finalizados mis estudios universitarios en Madrid, fui becado para continuar mi formación y realizar el doctorado en el Imperial Collage de la Universidad de Londres, donde permanecí tres años que fueron realmente fructíferos tanto en lo que concierne a mi formación técnica como, sobre todo, humana. Para nada sospechaba yo entonces que al regresar definitivamente a España, en el mes de diciembre de 1977, me iba a encontrar con el hecho de que la enfermedad de corazón que padecía mi padre se había agravado, lo que provocó que tuviera que llevarse a cabo una complicada operación quirúrgica en Madrid en febrero de 1978. Aparentemente su recuperación fue bastante satisfactoria en un principio, pero su situación empezó a empeorar a partir de junio, y falleció en septiembre de ese mismo año, cuando contaba sesenta y cuatro años. Para entonces hacía ya dos años que la familia había comprado un piso en Madrid, situado en una calle que lleva nuestro apellido (Rafaela Bonilla) y muy próximo a donde vivían mis tíos Constancio y Pili, en el que ya vivía mi hermano. Con la muerte de mi padre, mi madre recibió, una vez más, uno de esos duros golpes a los que la tenía acostumbrada la vida, y aunque en principio regresó a Villafranca, estuvo allí apenas unos meses hasta que se decidió la liquidación y el cierre del negocio, y que ella se trasladara a Madrid a vivir con nosotros. En consecuencia, así, un día como otro cualquiera, se cerró para siempre el negocio familiar que había pertenecido a nuestros antepasados durante varias generaciones. Se cumplía, también en nuestra familia, el lema que orla el escudo de Doña Mencía de Mendoza en su Casa del Cordón o de los Condestables de Castilla de Burgos: “Todo se pasa menos el amor a Dios”. A mi madre le costó un poco adaptarse a la vida en Madrid, pues siempre es difícil acomodarse a nuevas situaciones cuando ya se tiene cierta edad. Pero su espíritu abierto le hizo superar también esta
etapa; además contaba con la presencia de mis tíos, amigos y, de un modo especial, de su madrina. A su casa del Olivar 14 iba a comer con Pilar y Eleana, al menos una vez al mes. Siempre, después de nuestro regreso de vacaciones de Semana Santa o verano en Villafranca, mi madre traía cordero y morcillas de Burgos para celebrar de una forma especial la comida mensual con su madrina y Eleana. La comida de ese día recordaba a los viejos tiempos en el pueblo; por supuesto, el cordero burgalés asado por las sabias manos de Pilar resultaba exquisito, por lo que Eleana siempre repetía la misma cantinela: “de estas chuletitas tan ricas no se puede dejar nada, así que está permitido comerlas con las manos”. En los días que mi madre comía en la casa del Olivar, yo solía acudir siempre a recogerla por las tardes después de mi trabajo. Pilar siempre me esperaba con una cerveza fresca y un aperitivo de jamón y frutos secos que me había preparado de antemano, y que siempre tomábamos en el saloncito interior
que daba al comedor de la casa, donde se encontraba el televisor. Durante casi diez años mi madre siempre mantuvo este estrecho contacto con Pilar y Eleana y, frecuentemente, también se reunía con otros miembros de la familia como Antonio y su mujer, Merche, y Doña Marisa. En 1980, a la boda de mi hermano acudieron Pilar, Eleana, Antonio y Merche, y lo pasaron muy bien.
A finales de 1987, Pilar Arias, que siempre había tenido muy buena salud, cayó enferma, y cuando ya su salud se deterioró seriamente fue ingresada en la clínica del Valle situada en la avenida del Valle de Madrid. Mi madre fue a visitarla algunos días para estar con ella y acompañar a Eleana, que siempre estaba al pie del cañón. Yo acudí a visitarla solamente en una ocasión, pues la salud de Pilar se deterioraba cada día y su situación parecía irreversible, por lo que no procedía realizar continuas visitas que, con seguridad, podrían molestarle. Recuerdo perfectamente como a pesar de la gravedad Pilar conservaba completamente su lucidez, y se preocupaba de todo y de todos; en un momento determinado, Pilar hizo un gesto que puso de manifiesto su saber estar y “señorío” incluso en estos momentos finales ,y en ella se ponía de manifiesto que se muere como se ha vivido y que también se cumplía el lema que campea en el
escudo de Don Pedro Fernández
de Velasco, esposo de Doña Mencia que antes he mencionado, y que también puede leerse en su escudo de la Casa del Cordón: “ Un buen morir honra toda una vida”.
En 1988 yo contraje matrimonio, y desde esa fecha mi madre pasaba algunos meses con mi familia en Madrid y otros con mi hermano y familia, que entonces vivían en Villanueva de los Infantes en Ciudad Real, pero con el transcurrir de los años, cada vez estaba más tiempo en Villafranca, donde reside en la actualidad durante todo el año. Durante sus estancias en Madrid solía ir a visitar a Eleana, que tras la muerte de Pilar siguió viviendo en la calle del Olivar 14 hasta su fallecimiento en 1995.
Mi madre siempre recuerda con mucho cariño a toda la familia Arias Ramos, pero, si soy sincero, diré que este recuerdo y amor es especial para el caso de su “madrina-madre” Pilar. Desde hace mucho tiempo, y también hoy día, un marco con una pequeña foto de Pilar es la única fotografía que se encuentra en el comodín de su dormitorio.
Alfonso Bonilla Bonilla
Fue también en estos años cuando sucedió un episodio al que me gustaría referirme ahora y que, posiblemente, sea desconocido por la mayoría de la familia Arias, y quizás se haya perdido en el olvido en la memoria de las personas directamente implicadas en el mismo. Sin embargo, la anécdota viene bastante a cuento, pues pone de manifiesto cómo el concepto de la amistad que antes he analizado para el caso de la familia Aria Ramos, no se quedó restringido a una generación específica, sino que se trasmitió íntegramente a las
generaciones futuras de la familia, que supieron ser fieles a sus amigos aún en los detalles más pequeños y en situaciones difíciles donde el poner de manifiesto la amistad era, cuanto menos, arriesgado. Gonzalo Arias Bonet era por esta época un “pacifista activo”; en la actualidad, esta actitud puede considerarse como absolutamente normal, pero en los años del tardofranquismo este “activismo” podía llevarle a uno a la cárcel, y esto es precisamente lo que le sucedió a Gonzalo en varias ocasiones. Debió ser quizás durante una de sus estancias en prisión cuando el futuro presidente del congreso de Diputados, Don Gregorio Peces Barba, fue deportado a Villafranca Montes de Oca por orden de las autoridades de la dictadura. Gonzalo Arias, en cuanto conoció la noticia, no dudó en escribir a mi madre, y a pesar de su falta de libertad, logró que su carta, que, por cierto, llegó sin el matasellos reglamentario, alcanzara su destino. En su carta Gonzalo pedía a mi madre que se presentara a su amigo Gregorio Peces Barba en su nombre, le explicara lo que Villafranca había significado para la familia Arias y se ofreciera a él para todo lo que necesitara. Para cuando llegó la carta a Villafranca el futuro presidente del Congreso de Diputados debía llevar en Villafranca dos o tres semanas. Los comentarios pueblerinos acerca de la estancia de un “señor muy importante de Madrid” que se hospedaba en el bar Sagrado, eran de los más variopintos ─se llegó hasta decir que era un “comisario de policía”─. La verdad es que la vida de Don Gregorio en Villafranca era de lo más monótona y, posiblemente, aburrida. Acudía a misa a diario, era visitado con mucha frecuencia por la guardia civil y también, casi a diario, daba un paseo matinal hasta la ermita de la Virgen de Oca. Atendiendo a la más elemental norma de prudencia, totalmente necesaria en aquellas circunstancias, mi madre pensó que la mejor forma de ponerse en contacto con Peces Barba era acudir a su encuentro en su paseo matinal camino de la ermita. Así pues, una mañana después de ver pasar a Don Gregorio, se puso en camino para poder saludarle. Lamentablemente, el encuentro no pudo tener lugar, ya que ese mismo día y cuando estaba a punto de producirse, apareció una patrulla de la guardia civil en el propio camino que conduce a la ermita y se llevó consigo a Peces Barba, que desapareció de Villafranca para siempre. Al parecer, los funcionarios del régimen franquista, tan previsores ellos, habían cometido algunos errores administrativos al enviar al futuro presidente de la Cortes deportado a Villafranca, el principal de los cuales había surgido como resultado de la descoordinación existente entre las distintas instituciones del estado. Efectivamente, se le había impuesto a Peces Barba la obligación de presentarse diariamente al cuartel de la guardia civil del lugar de su deportación. Villafranca Montes de Oca siempre había tenido cuartel de la benemérita, pero cuando Peces Barba llegó deportado a la localidad hacía ya más de cuatro meses que el cuartel había sido suprimido, por lo que se le trasladó al también pueblo burgalés de Santa María del Campo, que sí tenía cuartel de la guardia civil, donde completó su deportación. Es posible que Don Gregorio Peces Barba desconozca, incluso en la actualidad, que un amigo suyo, desde la cárcel, había pedido la colaboración de otros amigos residentes en el pequeño pueblo donde había sido deportado, para que le prestaran su ayuda en cuanto necesitase.En 1974, una vez finalizados mis estudios universitarios en Madrid, fui becado para continuar mi formación y realizar el doctorado en el Imperial Collage de la Universidad de Londres, donde permanecí tres años que fueron realmente fructíferos tanto en lo que concierne a mi formación técnica como, sobre todo, humana. Para nada sospechaba yo entonces que al regresar definitivamente a España, en el mes de diciembre de 1977, me iba a encontrar con el hecho de que la enfermedad de corazón que padecía mi padre se había agravado, lo que provocó que tuviera que llevarse a cabo una complicada operación quirúrgica en Madrid en febrero de 1978. Aparentemente su recuperación fue bastante satisfactoria en un principio, pero su situación empezó a empeorar a partir de junio, y falleció en septiembre de ese mismo año, cuando contaba sesenta y cuatro años. Para entonces hacía ya dos años que la familia había comprado un piso en Madrid, situado en una calle que lleva nuestro apellido (Rafaela Bonilla) y muy próximo a donde vivían mis tíos Constancio y Pili, en el que ya vivía mi hermano. Con la muerte de mi padre, mi madre recibió, una vez más, uno de esos duros golpes a los que la tenía acostumbrada la vida, y aunque en principio regresó a Villafranca, estuvo allí apenas unos meses hasta que se decidió la liquidación y el cierre del negocio, y que ella se trasladara a Madrid a vivir con nosotros. En consecuencia, así, un día como otro cualquiera, se cerró para siempre el negocio familiar que había pertenecido a nuestros antepasados durante varias generaciones. Se cumplía, también en nuestra familia, el lema que orla el escudo de Doña Mencía de Mendoza en su Casa del Cordón o de los Condestables de Castilla de Burgos: “Todo se pasa menos el amor a Dios”. A mi madre le costó un poco adaptarse a la vida en Madrid, pues siempre es difícil acomodarse a nuevas situaciones cuando ya se tiene cierta edad. Pero su espíritu abierto le hizo superar también esta
etapa; además contaba con la presencia de mis tíos, amigos y, de un modo especial, de su madrina. A su casa del Olivar 14 iba a comer con Pilar y Eleana, al menos una vez al mes. Siempre, después de nuestro regreso de vacaciones de Semana Santa o verano en Villafranca, mi madre traía cordero y morcillas de Burgos para celebrar de una forma especial la comida mensual con su madrina y Eleana. La comida de ese día recordaba a los viejos tiempos en el pueblo; por supuesto, el cordero burgalés asado por las sabias manos de Pilar resultaba exquisito, por lo que Eleana siempre repetía la misma cantinela: “de estas chuletitas tan ricas no se puede dejar nada, así que está permitido comerlas con las manos”. En los días que mi madre comía en la casa del Olivar, yo solía acudir siempre a recogerla por las tardes después de mi trabajo. Pilar siempre me esperaba con una cerveza fresca y un aperitivo de jamón y frutos secos que me había preparado de antemano, y que siempre tomábamos en el saloncito interior
que daba al comedor de la casa, donde se encontraba el televisor. Durante casi diez años mi madre siempre mantuvo este estrecho contacto con Pilar y Eleana y, frecuentemente, también se reunía con otros miembros de la familia como Antonio y su mujer, Merche, y Doña Marisa. En 1980, a la boda de mi hermano acudieron Pilar, Eleana, Antonio y Merche, y lo pasaron muy bien.A finales de 1987, Pilar Arias, que siempre había tenido muy buena salud, cayó enferma, y cuando ya su salud se deterioró seriamente fue ingresada en la clínica del Valle situada en la avenida del Valle de Madrid. Mi madre fue a visitarla algunos días para estar con ella y acompañar a Eleana, que siempre estaba al pie del cañón. Yo acudí a visitarla solamente en una ocasión, pues la salud de Pilar se deterioraba cada día y su situación parecía irreversible, por lo que no procedía realizar continuas visitas que, con seguridad, podrían molestarle. Recuerdo perfectamente como a pesar de la gravedad Pilar conservaba completamente su lucidez, y se preocupaba de todo y de todos; en un momento determinado, Pilar hizo un gesto que puso de manifiesto su saber estar y “señorío” incluso en estos momentos finales ,y en ella se ponía de manifiesto que se muere como se ha vivido y que también se cumplía el lema que campea en el
escudo de Don Pedro Fernández
de Velasco, esposo de Doña Mencia que antes he mencionado, y que también puede leerse en su escudo de la Casa del Cordón: “ Un buen morir honra toda una vida”.En 1988 yo contraje matrimonio, y desde esa fecha mi madre pasaba algunos meses con mi familia en Madrid y otros con mi hermano y familia, que entonces vivían en Villanueva de los Infantes en Ciudad Real, pero con el transcurrir de los años, cada vez estaba más tiempo en Villafranca, donde reside en la actualidad durante todo el año. Durante sus estancias en Madrid solía ir a visitar a Eleana, que tras la muerte de Pilar siguió viviendo en la calle del Olivar 14 hasta su fallecimiento en 1995.
Mi madre siempre recuerda con mucho cariño a toda la familia Arias Ramos, pero, si soy sincero, diré que este recuerdo y amor es especial para el caso de su “madrina-madre” Pilar. Desde hace mucho tiempo, y también hoy día, un marco con una pequeña foto de Pilar es la única fotografía que se encuentra en el comodín de su dormitorio.
Alfonso Bonilla Bonilla
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