Fueron cuatro las mujeres con las que conviví diez años de mi juventud. Las cuatro muy diferentes, con un papel distinto para cada una, asumido con la convicción con la que hacía las cosas aquella generación. Una conservadora, María, la madre, otra generosa, Pilar, la hija solícita, otra valiente y pionera, Eleana, adelantada a su tiempo en su juventud aunque temerosa en su senctud, y la última, la cuñada, Nieves, la sal y pimienta para las otras tres. 

Desde que acabó la Guerra Civil, cuando Eleana fue destinada a Madrid, vivieron en una casa, propiedad de José Luis Eguía, en la calle del Olivar nº 14, 1º, en el castizo barrio de Lavapiés en Madrid. A la madre e hijas se les añadió Nieves, la cuñada, cuando murieron sus hermanos Rodrigo y Rita en la casa que tenían en la calle de Los Arce en Valladolid.Cuando yo llegué "al Olivar" ya había pasado por allí Gonzalo. Mi cuarto era el cuarto de Gonzalo, el bien llamado Palacio del hielo. Estaba justo encima del portal de la casa y todo lo agradable que era estar en él en verano se traducía en un horror en invierno. ¡Hacía honor al nombre que le pusieron! ¡No había calefacción! Allí pasé diez años de mi vida estudiantil. Debí llegar a Madrid en los primeros meses del año 1953 y de allí salí cuando me casé el 2 de enero de 1965.
María, la madre, cuando yo la conocí, era una anciana silenciosa poco habladora pero muy cariñosa. Nació en Palenzuela donde su padre ejercía su profesión, la medicina. Nieta, hija y esposa de médico, tenía muy claro lo que ésto significaba, y más en aquellos tiempos en los que las comunicaciones se realizaban a lomos de un caballo. ¡Quién sabe cuántas fiestas familiares sin el cabeza de familia, cuántos acontecimientos perdidos y cuántas largas esperas en la soledad de la noche castellana! Yo supongo que puesto que nuestro abuelo Juan Manuel era el médico de QUINTANA DEL PUENTE (¿) en alguna visita entre colegas se conocerían las familias. De ahí al noviazgo y al matrimonio había un largo camino pero, por la carta que conocemos, cualquier problema que hubiera quedó resuelto. No sabemos de qué trataba la carta a la que contestó nuestro bisabuelo Indalecio Ramos Segade a su consuegra, pero por la respuesta, algún problemilla debió existir entre el suegro y el yerno. ¡Poca cosa a la vista del desenlace!
Otro tanto podemos pensar del otro manuscrito que tenemos. La carta de nuestro bisabuelo Juan Arias Torres a su suegra Basilisa Olalla. En ésta, el bisabuelo juzgaba como grave y de gran importancia el asunto en el que estaban interesados él y Encarnación, su futura esposa.
Está claro que si uno y otro no hubieran resuelto sus problemas, a estas horas solamente la rama de los Ramos, nuestros primos de Santander, podrían leer algo parecido pero con otros protagonistas.
Siempre recordaré a la abuela María vestida de luto riguroso, sentada a la camilla del saloncito de la chimenea, con un pequeño tapiz azul tras ella, con sus gafas de miope, el rosario en la mano y rezando todo el día. Silenciosa, se dejaba cuidar por Pilar, su hija mayor. ¡Ella ya había tenido siete hijos de los que estaba absolutamente orgullosa! Pepe, el Magistrado del Supremo, Juanito el militar, Ignacio que acababa de ser trasladado desde Reinosa, Pilar, su apoyo, Nicolás el único que no estaba en Madrid, Eleana la funcionaria del estado, la jefa de la casa desde que murió el abuelo, y Antonio el que mejores notas sacó en la carrera.

Se le alegraban los ojos cuando silenciosamente (todos tenían llave de la casa) aparecían para darle su abrazo diario y contarle las últimas noticias. Sólo Nicolás continuaba en Cintruénigo y cuando venía las tertulias eran deliciosas. José Ignacio recordará que en una ocasión compartimos un café nocturno en Fuyma (una cafetería de la Gran Vía) con todos los hermanos, y donde nos encontramos una cierta cantidad de dinero en la acera.
Siempre atenta, dejaba pasar el tiempo aspirando una pizca de polvo de rapé de vez en cuando. Había nacido en 1873 y durante mi estancia en el Olivar cumplió los ochenta años. Todos los hijos la acompañaron. En esta foto la podemos ver tan feliz rodeada de sus hijas, nueras y nieta en el balcón de la casa del Olivar. Tan tranquila como vivió murió el 4 de marzo de 1961. La enterramos en la sepultura de tía Pilar en el cementerio de la Almudena donde estaban tia Rosario y su marido Blas.
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