jueves, agosto 21, 2008

Recuerdos de Hilde III

lunes, 18 de agosto de 2008

Recuerdos de Gonzalo, “La Jaula Dorada”.

Paris, la Unesco, Todo era nuevo para mi, hasta la lengua francesa. Adiós a mi madre, adiós a mi hermana, adiós al país que fue, cuando salí de Alemania en plena guerra, mi país adoptivo, mi país, al que yo había cogido cariño, donde murió mi padre. De nuevo el desarraigo, como había dicho, a una vida nueva:
Pero, éramos dos, no estaría sola.
Encontramos un pisito, en la calle Michel Bizot, un tercer piso, amueblado, cuyas ventanas estaban orientadas hacia el sol, a un campo sin casas, aunque pasaba por allí un pequeño ferrocarril, no muy a menudo.
Gonzalo se lanzó con mucho ahínco a su primer trabajo en el extranjero. No venía a casa para comer. Así tenía un tiempo libre después de las comidas, para hacer su “hobby”, la historia. El “historímetro” y pronto serían las “Calzadas Romanas”.Volvía tarde. Ya había llegado ahí en espera del primer hijo. Por las mañanas, al salir a la compra, me apuntaba antes, el nombre de las cosas que iba a comprar. Si no, señalaba una cosa y decía: “Sa”. Preparaba la cena para cuando volvería Gonzalo.
Pasamos en París nuestras primeras Navidades. Compramos un arbolito chiquitín que adorné yo. Me daba cuenta que a Gonzalo le daba igual, poner árbol o no. Me entristecía un poco. En Francia se comen por Navidad las famosas Ostras. Quisimos probar hacer igual y tuve un cólico tremendo.
Después de Navidad ya empezamos a hablar del nacimiento del primer hijo. Gonzalo quería que yo supiera entender al médico. Por eso buscó desde los conocidos de la Unesco a un médico latinoamericano que tenía una pequeña clínica en el barrio de Neuilly. El 26 de enero ya nos fuimos para ahí. Dos días me tiré con contracciones; por lo menos podía hablar con la enfermera en español. Gonzalo iba y se marchaba. Finalmente decidió el médico trasladarme a otra clínica, donde tenían aparatos por si hubiera que hacer una cesárea. Me llevó vestida en bata, en su propio coche. Yo oí como Gonzalo le preguntaba si debería llamar a un cura. Pensaba que me iba a morir. A mi ya me daba todo igual. En la otra clínica todo fue rápido. Nació nuestra primea hija Irene. ¡Qué bien que ya no estaba todo el día sola! Irene me acompañaba a la compra, la subía en brazos hasta el tercer piso. La ponía en su cunita cerca de la ventana abierta a tomar el sol desnudita y se me criaba de maravilla.
Se acercó el verano y ya esperaba a nuestra segunda hijita.
Gonzalo se compró su primer coche, una “Dauphine”, con ese coche iríamos a España a Zarauz, donde veraneaban los abuelitos, para que conozcan a su primera nieta. Por el camino se anunciaban mucho los “fruits de mer”, vamos a probarlos. Qué pena, otra vez un cólico por el camino. Fueron también mi madre y mi hermana a Zarauz. Así toda la familia estuvo entera, qué ilusión ¡Me volvía a encontrar en MI país!
Al volver a París ya se hacía notar nuestra segunda hija. Como me sentía mal, Gonzalo me preguntaba: “¿Te arrepientes?” “No, decía yo, ¡en ningún momento!”
Sonia nació en una clínica más cercana a nuestro piso. Ya sabía yo defenderme un poco en francés. Fuimos a la clínica de madrugada del 8 de abril 1958 y Gonzalo se fue a recoger a mi madre a la estación con la pequeña Irene. Esta segunda hijita tenía más prisa por venir a este mundo. Cuando Gonzalo y la suegra asomaron las caras por la puerta, ya vieron la cunita con la pelirrojita Sonia.
Sonia tenía algo delicado su estómago. Cuando le daba de mamar de repente se apartaba del pecho y echaba bien lejos como de una fuente un chorro de leche. En seguida dijeron las enfermeras: “No soporta su leche, hay que darle el biberón.” Eso no quería yo, ¡yo quería amamantar a todos mis hijos! Salimos antes de la clínica y llamamos a nuestro médico, antes de que Sonia se acostumbrara al biberón. Dijo que de ninguna manera mi leche no valía, lo que pasaba era que tenía la pequeña un estómago pequeño y en cuanto se llenaba lo expulsaba. Habría que darle muy a menudo que mamar y solamente durante 5 minutos, hasta que se hiciera su estomaguito más grande. Así es que mi pequeña Sonia tendría que dormir a mi lado por la noche para darle el pecho cada dos horas., hasta que poco a poco se fue ensanchando su estomaguito y la pudimos llevar a la habitación de su hermana Irene.
Irene, que sólo tenía 14 meses cuando nació Sonia, tuvo que espabilarse para bajar las escaleras los tres pisos, mientras yo llevaba a Sonia en brazos. Al subir lo mismo. Como ya sabía andar a los 10 meses, eso le gustaba. Encima del cochecito de niños, que nos esperaba abajo, tenía Irene un asiento especial para cuando las llevaba de paseo, o haciendo compras.
Cuando llegaba su padre, ellas ya dormían y por la mañanita todavía dormían. Gonzalo cogía el metro para ir al trabajo.
En el pisito había un salón-comedor pequeño y en un rincón se arregló Gonzalo su mesita de trabajo para las noches y fines de semana. Cuando hacía bueno me costaba unas lagrimitas para convencer a mi querido marido de que los fines de semana eran para la familia y no para un trabajo suplementario pero... por fin lo aceptó. Vivíamos cerca de un parque-bosque, “La forét de Vincenne”, preciosa, con un lago, patitos, césped. Hasta comíamos ahí. Los lunes ya soñaba yo pensando en el próximo domingo.
Pero, estaba ahí la misa que nos llamaba cada domingo. Antes no podíamos salir con las niñas de paseo. Y..., según Gonzalo, teníamos que ir juntos, él y yo. Yo metía antes a nuestras dos niñitas en un gran parque cuadrado de madera, ponía cojines por si se dormían y juguetitos, hasta alguna miguita de pan por fuera de los barrotes, por si les entraba hambre. Pero mi corazón no estaba tranquilo. Mis conocimientos del francés todavía no eran grandes para entender la homilía. Entonces mis pensamientos se iban a nuestra casa, a la habitación con las dos niñitas, a los juguetes que les había metido, ¿No habría alguno pequeñito entre ellos que se les quedaría atragantado? La misa era para mi un suplicio. A la salida le decía a Gonzalo: “Sabes, si Dios es tan bueno, como dices, le gustaría mucho más que yo me quedara con mis dos bebés en casa, mientras tú irías a misa.” El no contestaba y el siguiente domingo pasaba lo mismo. Sólo años después lo comprendió, junto con otros aspectos de la religión que yo me atrevía cuestionar. Hasta decía que yo le iba catequizando a él. ¡¡¡Menos mal que no era violento y no había riñas
por esos motivos!!!
Ya no se quedaba tanto tiempo por las noches en la “Unesco”, como se había preparado un rinconcito como su estudio en el salón para trabajar en sus “hobbys” y a mi me gustaba más tenerlo cerca. A veces contaba cómo sus compañeros de trabajo ya llevaban trabajando años y años para conseguir una casita de verano al lado de la playa y luego otra en la montaña para que sus hijos pudiesen esquiar en invierno y que... nada de tener muchos hijos, ¡¡eso les ataría demasiado!!... Que la “Unesco” para él era una jaula, ¡una “Jaula Dorada”! ¿Ya no estás contento? le pregunté. “Tengo miedo de aburguesarme”, me dijo. “Yo no puedo seguir viviendo, seguir trabajando así, ¡eso es inhumano!” “Si, gano mucho dinero, pero, ¿mi trabajo para qué sirve?” “¿quién lee mis documentos traducidos al español, a quién le interesan?”... Yo no sabía qué contestarle, cómo tranquilizarle... Pobre Gonzalo, pobres de nosotros, ¡con la ilusión con que habíamos venido! Muchas noches no podíamos dormir. ¿Qué hacer? Una tarde volvió más contento: “¿Sabes, lo que voy hacer? Voy a pedir unas vacaciones por un año” “¿Tan largas?” pregunté. “Si, pero sin sueldo. Y, en ese tiempo convalidaré mis estudios de derecho para los de un maestro. Quisiera ser maestro, ¡eso es mucho más urgente que trabajar en la “Jaula Dorada”! En cuanto me den las vacaciones por un año volveremos a España y yo seré maestro en un pueblecito en los Pirineos, ¿te parece?”
“¡Qué bonito!, dije yo, ¡volver a España!” “A un Pueblo, ¡no a una ciudad tan grande!
Mientras esperábamos a que le den las vacaciones pedidas se anunciaba nuestro tercer hijo. “Qué importa,”, dije yo, “¡así nacerá en España!” Era ya el mes de junio y a últimos de este mes tendría que nacer nuestro tercer hijo. Ahora nos pertenecían las vacaciones anuales, las del año sabático ya las pediré a continuación, dijo Gonzalo. Todo lo tenía bien pensado a su manera. Me dejó con las dos pequeñas y mi vientre abultado en el avión hacia Madrid, donde me recogerían los abuelos y él se fue en coche con nuestro equipaje más necesario y las dos cunas. Llegué a casa de mi madre a esperar a Gonzalo. Sentía que ella no estaba muy encantada pero en cambio a mi hermana pequeña le encantó y me servía de niñera... Gonzalo debería haber puesto alas al coche porque no tardó nada en llegar. Yo me decía: “Mi Gonzalo me asusta con sus decisiones pero luego pone tanto ahínco de su parte que todo al fin sale bien”. Ya tenía planes para seguir: “Lo mejor es buscar una casita de veraneo en la Sierra, así estaremos cerca de los abuelos. Su hermana Pili tuvo la idea de buscar primero en Hoyo de Manzanares, para estar más próximo a Madrid y se brindó para ayudarle en la búsqueda. A mi me hubiera gustado ir con ellos para decidir pero me daba cuenta, que no podía darle a nadie el cuidado de mis hijitas Irene de dos añitos y mi Sonia de uno, así es que me quedé con mi madre confiando, como siempre, en mi Gonzalo. E hice bien. Volvieron encantados: Una casita cerca a las rocas con jardín rústico. La casa tenía cuatro dormitorios, un salón, baño y cocina, toda amueblada. “Para algo sirve la Jaula Dorada” dijo radiante. Se le notaba que quería lo mejor para su familia. Nos mudamos rápido. La pequeña Irene nada más llegar ya corría por el jardín que en realidad era un trozo de naturaleza con rocas y todo. Y a Sonia, que estaba muerta de sueño, le colgó Gonzalo una hamaca entre dos árboles y ahí se durmió. Se presentó la Señora Paca, la dueña, para ofrecerse en buscar a una chica del pueblo como mi ayuda. Por la noche, en mi cama, yo comparaba el pisito de París con este trozo de naturaleza lleno de sol y luz y me salían las lágrimas Gonzalo me preguntó: “¿Por qué lloras?” Yo le contesto: “De emoción, mi vida”. Lo único que me preocupa es el nacimiento de nuestro tercer hijo: sin hospital, sin médico, solo con la comadrona del pueblo. “Tu sabes que tenemos el factor RH encontrado, que hay un riesgo en el momento del nacimiento”. Eso nunca lo quiso comprender, que en Francia le daban tanta importancia a ese factor RH dichoso ¡Cómo se notaba que no tenía idea de medicina! “Si en todo el mundo nacen niños hasta en el campo, ¿por qué no vas a ser tú la que para de manera natural?” Ya no dije nada pero la preocupación seguía. Pasaron los días, la pequeña Sonia aprendió a andar ella sola en presencia del abuelito y Gonzalo estaba inquieto. Para él se terminaban las vacaciones de verano, él tendría que estar en la Unesco el primero de Julio. Me tuvo que dejar sola con las dos abuelas en casa. Vino la comadrona y dijo que estaba a punto. Volvió dos días más y ya se quedó. Se hizo la noche y me acosté. Ella miró la habitación y vio que solo tenía una bombilla de baja luz en el techo. Dijo: “Me voy un momento por una linterna, que esto es insuficiente.” Volvió y ya estábamos en plena faena las dos abuelas y yo. De lo demás ya no me acuerdo mucho, solo sé que decía: “no sale la placenta, tengo que llamar al médico”. Menos mal que había teléfono en casa ¡Era otra niña! Una muy gordita, que gritaba a todo pulmón. Me cambié de cama y vino el médico del pueblo. Era un hombre muy resoluto. “La placenta tiene que salir”, dijo, tengo que hacerle un masaje de vientre”. Casi se monta encima de mí apretujando mi vientre dolorido y yo gritando: “No, ya no más, por favor, ya nooo”. Al nacer Ana, así la íbamos a llamar, no grité para nada y ahora, ¡qué daño me hacía! ¡¡Por fin!! me quedé exhausta. “Abríguenla y déjenla descansar” y se fue. El abuelo se fue al pueblo al día siguiente y puso un telegrama para París: “Anita nació a las 10 de la noche el día 3 de julio.” Yo hubiera elegido un nombre más original, Anas había tantas... Pero Gonzalo insistía que sus hijos tuvieran nombres que se pudiesen pronunciar en todas lenguas para no tener que deletrear. El día siguiente, el día 4, sonó el teléfono tempranito. Como nadie acudía a él salté de la cama y me puse yo. Era Gonzalo. Se extrañó mucho que yo cogiera el teléfono y dijo: “Lo ves, ¡como todo ha ido bien!” “Sí, pero la placenta, en pleno campo no hubiera salido y yo me hubiera muerto”, dije.
Ana era muy hambrona, quería mamar dos o tres veces por la noche. Si no la cogía enseguida entraba una de las abuelas a recordarme que lloraba la niña. Pesaba cuatro kilos, cuando la llevaron a la farmacia a pesar. En seguida hice vida normal. Tenía que hacer las paces entre las dos abuelas, que no se ponían de acuerdo, lo que debería de comer yo para ponerme fuerte. Un día el abuelo trajo un cochecito de niños con ruedas grandes y tejadito por si llovía. Me vino estupendamente porque me daba cuenta que a Ana le gustaba estar debajo de un árbol. Entonces ya no lloraba. Las ramas que se movían le intrigaban... Como era verano, ahí se quedaba todo el día. Una vez empezó a llover a cántaros. Le puse el techo bien alto y el cubrecoches y la dejé de prueba. Le encantaba oír la lluvia caer encima de su techo ¡Se notaba que iba a ser una niña amante de la naturaleza!
Mientras tanto a Gonzalo le urgía tener ya su año sabático y volver con nosotros. ¡Por fin se lo concedieron! Se fue a Madrid para hacer la convalidación de su carrera para ser maestro. Tuvo que hacer un examen. Ese consistía en dar una clase de geografía delante de niños y del director. Gonzalo contó que se puso delante del encerado a dibujar los límites de la topografía de Italia, preguntando a los niños: “¿Quién sabe lo que estoy dibujando?” “¡¡Una bota!!”, gritaron todos. “Pues así sabéis, que Italia se parece a una bota, ¿de acuerdo?” Con poco que les preguntó mas, dijo el director: “Ya está bien, queda usted aprobado”.
La casita de Hoyo de Manzanares la teníamos que dejar pero se quedó libre el piso de Madrid que nos había regalado el padre de Gonzalo a nuestra boda y el que tuvimos alquilado a amigos. Ya no tuvimos que meternos en la casa de mi madre.
En el Ministerio de Educación le dijeron a Gonzalo que en Jaca había una plaza de maestro. Me quedé con mis tres niñas en Madrid, mientras él se fue en coche a Jaca para investigar su puesto antes de llevarnos a todas. Me llamó desde ahí diciendo que era una tomadura de pelo: “¡Un solo alumno!” Había otro puesto en Seira, Provincia de Huesca, con 15 alumnos, en los Pirineos Aragoneses. Eso ya era mejor y se fue a investigar: El pueblecito estaba dividido en dos: abajo, al lado del río, donde se encontraba la escuela y arriba, en la montaña, donde había una vivienda de maestro vacía y en la cual podríamos vivir. Gonzalo, como tenía coche, podría hacer el viaje todos los días. Que era un sitio idílico, que nos iba a gustar. Como no había maestro por ahora, el cura del pueblo daba las clases... Con tantos preparativos ya habían pasado las Navidades. Yo, mientras tanto, esperaba otro hijo. Me sentía mareada. Fuimos al médico alemán de Madrid. Ese me dijo, que había salido un medicamento muy bueno que ya se usaba en América y Alemania, contra los mareos. Que así podría yo hacer el viaje sin tantas molestias. Era el año 60. Emprendimos el viaje solo con las dos mayorcitas, Irene, con tres años, y Sonia con dos, sus dos cunitas desarmadas más el equipaje, todo metido en el Dauphine. A la pequeña Ana, con 6 meses, la dejamos, junto con una niñera, en casa de los padres de Gonzalo, que estaban encantados. Más tarde las iría a recoger Gonzalo, una vez instalados. Cuando nos fuimos a despedir a casa de mi madre y ella vio el coche tan cargado, se echó a llorar.
Hicimos noche por el camino. A mi me picaba todo el cuerpo, no pude ni dormir. Era la reacción del medicamento. El día siguiente llegamos a Seira. Subimos en coche al barrio de arriba. Tuvimos que dejar el coche en una plazoleta y seguir andando hasta la vivienda. Todo el equipaje lo llevaban vecinos del pueblo como si estuvieran contratados para ello. En poco tiempo estaban las camitas de las niñas armadas. Había una cama de matrimonio, mesa y sillas en el saloncito. Más no necesitábamos. En seguida estaba apalabrada una chica del pueblo, encantada de venir todos los días. Me asome al balconcito; el sitio era precioso ¡Había hasta nieve un poco mas arriba!
Gonzalo volvía encantado de sus clases con los niños. Por fin parecía que todo su trabajo para conseguirlo había valido la pena, pero... el destino todavía no nos quiso dejar tranquilos. Una mañana, Gonzalo ya estaba en la escuela, yo sentí como se me enrollaba la lengua hacia atrás, casi la podía tragar. Me puse muy nerviosa, no estaba Araceli, la chica. Se había llevado la ropa sucia al riachuelo a lavarla. Así lo hacían todas las mujeres en el pueblo. Irene y Sonia estaban jugando tranquilitas. Les dije que en seguida volvería y salí corriendo hacia el riachuelo. Ahí estaba Araceli hincada delante de una piedra y otras mujeres más. No pude pronunciar palabra solo salían unos gorgoteos de mi garganta. Señalé hacia abajo y procuré pronunciar algo que se parecía a Gonzalo. Ella echó a correr campo a través hacia la escuela. Yo me fui a casa y me tumbé en la cama para tranquilizarme. Las niñas querían saber lo que me pasaba y no les pude contestar. Pronto oía el motor del coche por la carretera y luego apagarse. Gonzalo irrumpió en la habitación. Mientras tanto mis ojos se volvían hacia atrás o arriba. Debo haber parecido a una idiota. Gonzalo preguntó a Araceli si había un médico allí. En el pueblo más allá dijo ella. Gonzalo cogió el prospecto de la medicina, me puso un pañuelo al rededor de la cara y me cogió del brazo por las callejuelas hacia el coche. Todas las mujeres salían a sus puertas al vernos pasar. A mi me daba mucha vergüenza.
Llegamos a la casa del médico y Gonzalo le enseña el prospecto. “Una contracción muscular” dijo él. “Quizás debido a la Talidomida”. “Le voy a dar unas inyecciones para quitar la contracción por algún tiempo, ustedes tienen que repetirla pero no más de tres al día y tienen que irse rápidamente a Huesca al Hospital, para desintoxicarla” Ni me acuerdo si Gonzalo le preguntó lo que le debía. Sólo sé que volvimos a casa para coger un camisón, decirle a Araceli que se quedara con las niñas hasta que volviéramos y, rápidamente hacia Huesca. Mientras tanto la inyección que me había puesto el médico hizo reacción y sentí como la lengua y los ojos volvían a su lugar. “Qué bien”, dije. “Sí, pero no te hagas ilusiones, ¡el médico dijo que sería por corto tiempo!” Y, así fue. Eran ya las tres de la tarde y no habíamos comido, cuando sentía otra vez enrollárseme la lengua. “Vamos a comer algo” dijo Gonzalo. No, balbuceaba yo, así no.” y señalaba a mi boca. Gonzalo me tranquilizó explicándome que pediríamos una habitación por una hora y haríamos venir a un practicante para que me pusiera otra inyección, habíamos llegado a un pueblo grandecito. Le trajeron a Gonzalo un plato de comida (yo no podía ni tragar), prometieron avisar a un practicante y yo me relajé un poco. Gonzalo me miraba con mucha compasión. Ahora, al contarlo, todavía me salen las lágrimas... Llegó un practicante, me puso la inyección y seguimos el camino por muchas curvas, de prisa. Ni me daba tiempo para tener miedo. En un momento, al verme Gonzalo sin contracción, paró el coche y dijo: “Ven”, llevándome hacia el acantilado. “Tienes que ver esto, tan precioso, abajo, ¡muy abajo el río!” El quería que yo al menos, tuviera algún buen recuerdo de ese viaje. Yo no pude darle importancia en esos momentos, ¡qué lástima! Ahora me gustaría, volver a ver todo con normalidad...
Llegamos a Huesca ya muy tarde y encontramos el Hospital. Yo estaba de nuevo con mi cara de idiota. Sentía mucha vergüenza al esperar al médico. Era una mujer. Me miró y de pronto dice, dirigiéndose a Gonzalo: “¿Su mujer siempre tiene esta cara?” Contestó Gonzalo: “Por eso estamos aquí”, dijo, enseñándole el prospecto y las inyecciones. Los leyó todo detenidamente y dijo: “Hay que desintoxicarla con gota a gota, ¡tiene que quedarse ingresada!” Pobre Gonzalo, ¡la cara que puso! “Yo volveré a Seira con las niñas, ahora mismo”. “¿Todo ese viaje otra vez?” pregunté yo. “Claro” dijo él. Me dio un beso muy fuerte y se fue. Al cerrarse la puerta detrás de él me eché a llorar desconsoladamente.
Al día siguiente ya pude desayunar algo. Sólo podía dormir y pensar, pensar en mis tres niñas, una todavía en Madrid con los abuelos. En cuanto volvamos a Seira, lo primero que hay que hacer, es ir a por ella ¡Pobre Gonzalo, todavía le tocará hacer otro viaje a Madrid, con lo largo que se me había hecho! Mientras soñaba se abrió la puerta y... entran Gonzalo y mi pequeña Irene, ¡qué alegría me dio verla! Gonzalo me dijo que se habían portado muy bien con Araceli pero que Irene solo hacía preguntar por mí. Por eso la trajo Gonzalo consigo. Me preguntaba una y otra vez si ya estaba buena... Vino la Doctora y dijo que todavía tendría que quedarme otra noche más. Que no me podían quitar aún el gota a gota que tanto le extrañaba a Irene, y que no tomara de ninguna manera más la medicina aquella maldita.
Al recogerme Gonzalo el día siguiente, ya era capaz de admirar el paisaje, era como una excursión para mi. Gonzalo estaba feliz verme optimista ¡pero todavía quedaba un mal trago que pasar!
Primero recogeré a nuestra hijita Ana, que, con tanta desdicha que pasaba, la teníamos abandonada. Menos mal que los abuelos escribían que Anita se portaba de maravilla y que era una alegría para ellos. Vino con su niñera particular, Elvira, que no duró mucho tiempo. Echaba de menos los coches, a la gente, las amigas... La tuvimos que meter en un autobús hasta Huesca y darle dinero para, desde ahí podría volver a Madrid.
Mientras tanto había venido la primavera, por fin Gonzalo podía disfrutar con sus alumnos. Para dar la clase de naturaleza sacó los asientos del coche, para que cupieran los niños acurrucados dentro y les llevó al campo para observar hormigas, escarabajos y otros bichitos que ellos no se tomaban el tiempo ni de verlos. Hacía con ellos una pequeña imprenta para que escribieran su propio periódico que se llamaba “El pequeño Ribagorzano”. Y, enseñó a leer y a escribir al más pequeño, Miguel Angel, de una manera nueva que previamente había estudiado Gonzalo, cuando soñaba ser maestro.
Parecía que yo no llevaba bien mi embarazo. Sangraba poco pero todos los días. Para alegrarme la vida, íbamos los sábados al Valle de Arán y desde ahí por el túnel a Francia, Bagneur de Luchon, para comprar y ver cosas que en ese pueblecito tan pequeño no habían. Les llevamos a las niñas algún juguete de construcción, lo que les trajo amiguitos a casa. Porque entre tanto nos habíamos mudado hacia “abajo”, cerca de la escuela, donde se quedó libre la vivienda del maestro. Los alumnos de Gonzalo no tuvieron bastante con las horas de escuela mismas, sino que perseguían a su maestro hasta nuestra casa para jugar con sus tres hijitas y estuvieron presentes, cuando Ani aprendía a andar. Cuando nos íbamos a Francia u otros pueblos, me gustaba el cambio de paisaje, algunos llanos amplios con praderas, donde pasaba el río al ras del suelo y se podía chapotear entre los cantos rodados. En Seira teníamos a las montañas casi pegadas a la nariz, no había una vista lejana.
Nos hablaron de que en Barbastro, una pequeña ciudad entre Seira y Huesca, había un médico ginecólogo, que tenía una clínica. A ese decidimos ir para que vea si mi embarazo seguía bien. Al inspeccionarme nos dijo que había encontrado en la vagina un hueso de un miembro, que el feto estaba muerto. Al echarme a llorar él me tranquilizó diciendo: “Puede estar contenta que su organismo lo haya rechazado, si no hubiera nacido malformado, tal como están naciendo ahora muchos en América y Alemania”. El culpable fue ese medicamento maravilloso que me había recetado el médico alemán de Madrid, antes de emprender el viaje a los Pirineos... “Le podría hacerle ahora un raspado pero prefiero que aborte naturalmente”. Esa fue su equivocación, qué horror pensarlo ahora, ¡porque ya a la vuelta hacia Seira me entraron contracciones como si de un parto se tratara! ¿A donde ir?... En ese instante pasábamos por una aldea y al lado de la carretera una fonda. Gonzalo se bajó y le dijo a la posadera: “Ponga un hule en una cama que mi mujer está abortando.” Me maravillo ahora, al recordarlo, cómo, en el preciso momento, Gonzalo encontraba el adecuado remedio sin dejarse sacar de su tranquilidad habitual. El se había enrolado en esta historia, y él tenía que ser responsable ¡No había huata de celulosa, no había enfermera! ¡El baño lejos en el pasillo! Me levantaba a cada contracción, me agarraba con las dos manos contra la pared para ir al baño, mareada y tambaleando, para no manchar tanto la cama, hasta quedar exhausta. Por la mañana fue Gonzalo en busca de un médico: “Y, la placenta, ¿donde está?” ¡Otra vez la dichosa placenta! pensaba yo “En el váter” ¡ susurré yo. “¿Podemos continuar el camino?” preguntó Gonzalo. “En coche sí, pero nada de caminar para su esposa” ¡Y todavía vivíamos arriba! Otra vez, Gonzalo tuvo que hacer uso de su imaginación: Al llegar arriba, en la plazoleta había unos hombres charlando. “Necesito tres forzudos y una silla para subir a mi mujer a nuestra vivienda sentada en la silla porque no debe de andar” Enseguida había más de tres pero Gonzalo, dando el ejemplo, me sentó y cogió una pata de la silla. Subí en silla de la reina, ¡qué vergüenza una vez más! Después de ese episodio ya nos mudamos hacia abajo, como ya dije antes.
Todo lo que nos estaba pasando en aquel tiempo de su año sabático no nos hubiera ocurrido en Francia, eso lo sabíamos, pero Gonzalo ha tenido la necesidad de hacer una experiencia para quedarse tranquilo con su conciencia. De eso hablábamos de noche cuando teníamos un ratito de tranquilidad los dos juntos. A mi no se me ocurrió en ningún momento de culparle a él de todo lo ocurrido porque fuimos los dos los que lo habíamos elegido. Viéndolo más tarde hasta puedo decir, que las calamidades nos unían aún más.
Entre tanto se pasó el curso, vinieron las vacaciones de los niños de la escuela, aunque todavía se presentaban en nuestra casa para jugar con su maestro o con sus tres hijas. También se pasó el año sabático de Gonzalo y pronto tendría que volver a su jaula dorada. No se pasó el año como él se lo había figurado, porque ya nos lo recuerda el dicho: “El hombre propone y Dios dispone”. Sólo se puede obedecer al destino, no se puede uno escapar de él.
Nos habíamos gastado todos nuestros ahorros. El sueldo de un maestro en esos tiempos en España nos había alcanzado para pagar a la niñera en Madrid para cuidar a nuestra pequeña Ani y para Araceli que me ayudaba en Seira. Sin ella no hubiera podido ser esa aventura. No había Seguridad Social, había que pagar a los médicos, medicinas, hospitales... No teníamos otro remedio que volver a París. Gonzalo quería volver él solo antes de hacer el traslado con su familia, para buscar de nuevo casa, esta vez en las afueras de París, si fuera posible con un jardincito, ya que la familia había crecido y seguiría creciendo. Ahí, donde vivíamos en Seira, en la casa del Maestro, yo me podía quedar con las niñas hasta el comienzo del curso que viene. Como era verano, el clima agradable, accedí. Al lado de esa vivienda había una gran casa de vacaciones para niños con un gran terreno de juegos con columpios, toboganes etc. Mis niñas veían jugar a los otros niños y ellas no podían entrar. Un día pedí hablar con la directora y le pregunté. Ella accedió de buena gana. Así, después de todos los sustos, vino una temporadita buena. Yo me llevaba algo que hacer conmigo, y, sentada en una sillita, observaba el juego de los niños. Estaba todavía delicada por el aborto pasado y me venía a mí también de perilla. Dejamos irse de nuevo solito a nuestro P a p i t o.
No pasó mucho tiempo cuando lo teníamos otra vez de vuelta. Tenía la cara seria. Dijo que traía una mala noticia. En verdad, para mi no era tan mala porque nos obligaba a quedarnos otro año más en España, pero ésta vez con sueldo. ¿Qué había pasado? Al llegar Gonzalo a la Unesco, era imprescindible hacer un chequeo rutinario médico para poder volver a trabajar ahí. ¿Y qué resultó? que le habían observado una pequeña mancha en el pulmón y que le obligaban a estarse 6 meses en un sanatorio. “¿En Francia?” pregunté yo, Menos mal que Gonzalo tuvo la idea de preguntar en seguida si no importaba que fuera un sanatorio en España. Y lo bueno fue que un tío de Gonzalo era médico, y conocía bien un sanatorio en la sierra de Madrid, no excesivamente lejos, que yo le podría ir a ver todos los fines de semana ¡Tan mala no era la noticia! En Madrid teníamos todavía el piso que los abuelos nos habían regalado por nuestra boda. No hizo falta volver en seguida a Francia. Habría que encontrar a una persona que me ayude y que se quede en casa con las niñas, cuando yo fuera a ver a Gonzalo en Guadarrama.
Otra mudanza más, de nuevo a Madrid pero ¡esta vez sin enfermedad dentro de mí! La mujer que encontramos estaba casada y tenía una hija de 6 años, la que pronto se hizo amiga de nuestras niñas. La mujer, Victoria se llamaba, traía a su jija, Viqui a mi casa y yo me la llevaba, junto con las mías, a la compra. Las dejaba jugando en un parquecito mientras yo entraba en las tiendas. Cuando yo iba a visitar a Gonzalo en el sanatorio, ella se quedaba, también por la tarde, en casa hasta que yo volvía. ¡Le estaba muy agradecida! Así pasaron los seis meses, le contaba a Victoria, que pronto volveríamos a Francia. Primero Gonzalo para buscar casa y luego seguiríamos las niñas conmigo. Dependía todo de si el médico de la Unesco le encontraba curado de la mancha en el pulmón. El médico del sanatorio, desde luego, le había dado el alta.
Victoria un día me viene con la propuesta de que se quería ir con nosotros a Francia con marido e hija. Que Miguel, el marido, se buscaría trabajo como albañil y ella seguía trabajando con nosotros. Viqui iría con nuestras niñas a la escuela. ¡Así de sencillo se lo figuraba todo la buena señora!
Cuando, en la próxima visita se lo conté a Gonzalo, él se quedó pensativo y dijo luego: “¿Por qué no ayudar a una familia a mejorar su vida?” La casa que encuentre tendría que ser bastante grande y el marido trabajaría, hasta que encontrara trabajo, con nosotros como jardinero, solo así sería posible de que entren en Francia por más tiempo.
El médico de la Unesco se quedó maravillado de cómo se había curado Gonzalo en seis meses y le declaró apto para trabajar. Por teléfono me iba contando cómo se desarrollaban las cosas. Encontró en un pueblo cerca de Versalles, Chaville, una casa de tres pisos (en cada piso dos habitaciones), con jardín, que fue la casa que escogimos para las dos familias. Abajo: cocina, comedor, escaleras y salón. En medio: cuarto de baño, habitación, escaleras y otra habitación y arriba: cuarto de aseo, habitación, escaleras y otra habitación. Arriba del todo vivirían los González. En medio las tres niñas en una habitación, y Gonzalo y yo en la otra con baño. Nos mandó planito y todo. Además estaba amueblada. Los González sacaron radiantes sus pasaportes. Pensaban que irían al país de las maravillas. Mas tarde les entró la morriña, como a todos. Como pasaba gente joven española por nuestra casa, ésta estaba siempre animada. Miguel nos construyó una chabolita suplementaria en el jardín que sería el despacho de Gonzalo o dormitorio para jóvenes.
Inscribimos a las tres niñas nuestras en preescolar y guardería respectivamente y a Viqui a primero de primaria. Daba asombro, con qué facilidad aprendían todas la lengua francesa. Yo las acompañaba andando a la escuela. Al principio había sus lagrimitas porque los niños franceses eran crueles y no las aceptaban. A la hora de comer, Viqui comía en el comedor en nuestra mesa, contaban todas sus vivencias del cole, recitaban pequeños versos, cantaban canciones francesas, las que aprendíamos nosotros también.
En invierno del 61 nos nevó, cosa nueva para todos, e hicimos el monigote de nieve fabuloso. En ese invierno nació también nuestro cuarto hijo, un niño, por fin, pelirrojo y, versallesco, Mario, que dormía con nosotros en nuestra habitación. A la comida ya dejé de hablar el alemán con las niñas, porque Viqui se sentiría discriminada al no entender nada. Las principales lenguas iban siendo ahora el español y el francés en la calle y en la escuela, aunque, por las noches, les seguía contando cuentos en alemán a las mías. Esa fue la historia, por la que Mario no aprendió hablar el alemán y Gonzalo no me lo perdonaba de haber dejado de hablar el alemán. Las tres niñas nunca perdieron del todo la lengua alemana, estaba dormida en el subconsciente. Más tarde, cuando mayorcitas fueron ellas mismas las que recuperaron bastante rápido su lengua materna.
También esta casa se nos fue quedando pequeña e incómoda. Necesitamos para cada familia su vivienda. Miguel ya tenía contrato de trabajo como albañil y fácilmente encontraría trabajo en cualquier sitio de Francia; los trabajadores españoles eran muy codiciados. Gonzalo siguió buscando por las afueras de París. En Ris-Orangis, S et O., al sur de París, se construían viviendas nuevas, baratas. Sobre el plano compró dos viviendas en terreno ajardinado, a hora y media con tren a París. Una, pequeña, con dos dormitorios y otra con cuatro. La familia González pagaría poco a poco la suya a Gonzalo. Otra mudanza más. Ya no estaríamos tan aislados sino con más contacto con gente francesa. Los niños salían a jugar a los jardines con amiguitos franceses, iban solas a la escuela. Para ese piso, que ya nos pertenecía, tuvimos que comprar por primera vez muebles. Antes siempre vivíamos en casas alquiladas y amuebladas.

En un pueblo cerca de ahí, Savigny, donde había hospital, nació otro niño, Diego, con el pelo casi blanco. A la hora de querer nacer tuve que pedirle a una vecina de llevarme, porque Gonzalo no llegaba. Resultó que el motor de su Dauphine había prendido fuego por el camino. Esa noche (como iba a ser mi quinto hijo) no me ingresaron en una cama, sino en el paritorio encima de la “tabla de trabajo” como ellos la llamaban. Seguramente no había habitación libre. Ahí pasé toda la noche encima de la tabla dura, con dolores de espalda. Muy de vez en cuando venía una enfermera a verme y yo le pedía irme a una cama. No hay, decía. Desde ahí, separada por cortinas oía los gritos y las lamentaciones de las parturientas. “¿Dónde estaba mi Gonzalo?, me decía. Por fin, por la madrugada, me subieron a una habitación con otras cinco mujeres. Al cabo de una hora les trajeron a las mujeres su desayuno. “Qué bien, algo calentito” dije, pero ellas contestaron que no tenía derecho porque iba a parir pronto. Era así, dentro de poco me entraron las contracciones muy seguidas. Hacía mis respiraciones que había aprendido en “Parto sin dolor” y me aguantaba sin llamar al timbre, porque me daba horror volver a la “tabla”. Llamaron las otras mujeres y vinieron a por mí. De pié en el ascensor me agarraba a la enfermera por el dolor. En la sala de parto una comadrona enérgica me dice: “Suba”, había tres escalones hasta la tabla. Yo apretaba las piernas y gemía: “no puedo”. “Cómo que no puede, ¡todas las mujeres lo hacen!” Subí y nada más en ella dije: “Ya aprieto, ya sale”. “Imposible, si no he preparado nada!” y llamó rápidamente al médico, el que, al verlo le echó una regañina: “Vd. sabe que hay que preparar tal y tal aparato por el RH negativo” Yo me alegré en mis adentros, por la regañina. ¡Esa antipática! me dije. Al conducirme fuera en camilla, esta vez, vi al pasar por el pasillo a mi Gonzalo, menos mal... y me salieron las lágrimas. Toda la noche solita, ya eran las 12 del siguiente día. Me llevaron a una habitación sola, como había pedido Gonzalo. Ahí le conté lo mal que me habían tratado. ¡Tan distinto que en Versalles con Mario!
Diego era blanco de piel y muy rubio Un médico, al llevarlo para que le recetase gafas, nos preguntó si era albino.
Gonzalo cogía todas las mañanas el tren que le llevaba a París y volvía por la noche. Ya no protestaba por la “jaula dorada”, ha tenido que aclimatarse a la fuerza. Al tener ya 5 hijos y hacer todos los años nuestras principales vacaciones en España para ver a la familia, hacía falta vivir holgadamente. Teníamos tiendas de campaña para las pequeñas vacaciones en Francia. Gozaban los niños, vivir en ellas al ir al norte de Francia, la Bretagne, al lado del mar, de Camping en Camping. Hasta con pequeños de meses íbamos de Camping. Y al sur de Francia, al país vasco francés, ¡cómo disfrutaban y disfrutaba Gonzalo! Hasta que compramos una “caravana” con seis sitios para dormir para no tener que poner en cada sitio todas las tiendas antes de que se hiciera oscuro y, a veces, al llegar al sitio escogido, lo primerísimo para mi y el bebé, era hacer su papillita porque ya la estaban reclamando a llantos. En medio del barrullo yo me apartaba con mi bebé y dejaba trabajar al padre con los hijos ya mayorcitos. La caravana fue una revolución, hasta fuimos con ella a España, a la Costa Brava, al País Vasco en donde también nos encontrábamos con la abuela, los abuelos.
Hablaban todos muy bien el español pero con la “erre” francesa, gutural. Me acuerdo que en los desayunos familiares de fines de semana, Gonzalo ponía en la pared una poesía propiamente inventada con muchas “erres”, como por ejemplo: “Rueda la erre de mi tierra como carro sobre ruedas como río desbordado, erre alegre, erre triste... más ya no me acuerdo, pero que finalmente se lo aprendieron todos. A Diego y Mario, antes de entrar en primaria, ya sabían escribir en español ¡Gonzalo no quería que Miguel Angel, de la escuela en los Pirineos, fuese el único al que le enseñó escribir!
Gonzalo no se olvidó nunca, que los fines de semana eran para la familia y no para sus “hobbys” como Calzadas Romanas, “Miliarios Extravagantes” que se quedaban en su oficina de París. Vivíamos al sur de París, no muy lejos de “Fontainebleau” que estaba metida en un frondoso bosque al que íbamos todos sábados o domingos a pasar el día. Antes yo preparaba una comida para comer entre rocas y árboles. Lo malo eran las vueltas a casa, en la caravana de coches que volvían a París. Nosotros, menos mal, salíamos de los embotellamientos mucho antes, ya que nuestro pueblo estaba en las afueras de París. ¡Adiós Parisinos!...
Ahora, teniendo los hijos mayorcitos, fui yo la que reclamaba mis derechos: “¡Vivimos en París y no me doy cuenta!”, decía. Había para ello un remedio también:
Los sábados de noche era nuestro día de salida. Pedimos a Victoria, la que vivía muy cerca con su marido y Viqui, que viniese esa tarde con su familia a cenar con nuestros niños y quedarse hasta que se habían acostado. Mientras tanto nosotros íbamos a conocer París y a cenar tranquilamente los dos solitos. ¡Me encantaba! Veía ya entonces por las calles gente de todos los países del mundo. Me asombraba ver a los negros pasearse como si fuera su país.
Habían nacido los últimos hijos a parte de las tres niñas, Mario en el 61, Diego en el 63, ahora ya estábamos en el 65 y nuestro sexto hijo pidió venir al mundo. El método “ogino”, el único que estaba permitido por la Iglesia, no nos funcionaba. ¡Adelante, entonces! No quería yo volver a Savigny, donde había nacido Diego y que no me trataron muy bien... Por qué no probamos en Fontainebleau, también un sitio de reyes como Veralles. La clínica se encontraba justo al lado del gran bosque. La mañana del 11 de Julio fuimos Gonzalo y yo muy tempranito hacia allá, como si fuera de excursión y nos paseamos dentro del bosque, hasta comimos ahí y otra vez andar. ¡No quería yo que me hagan esperar tanto! Hasta que ya al anochecer, me tuvo que dejar ahí solita a pasar la noche. Dijo que al día siguiente volvería. Nada más llegar él, me conducían al paritorio. Al preguntar Gonzalo si podría estar presente, se lo concedieron, ¡qué bien! Me ayudó mucho. Hasta me pusieron un espejo por delante, para poder seguir yo con mis propios ojos el nacimiento. ¡Qué médico mas comprensivo! Marta, nuestra hijita, tenía el cordón umbilical cuatro veces enrollado al cuello. Oí como el médico llamaba a Gonzalo para enseñárselo. La pobrecita, ¡estaba toda moradita! Desde esa clínica he podido salir antes de la semana como en los otros alumbramientos, porque lo pedía yo insistentemente. No quería dejar a los demás hijos solos, aunque su padre volvía cada noche con ellos. Al despedirnos del médico, él nos dijo enérgicamente: “No les quiero volver a ver por aquí” Y, así fue. Marta era la última. Yo ya tenía 41 años.

Me daba cuenta que Gonzalo tenía algo entre manos: volvía tarde casi todas las noches y un día, al preguntarle, me dijo, que estaba escribiendo un libro y que pronto me lo enseñaría. Desde el día en el que me lo enseñó, ya será otro capítulo de mis recuerdos...



Hilde Dietrich

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