viernes, octubre 26, 2007

LA FAMILIA ARIAS RAMOS Y LA AMISTAD - III

LA FAMILIA “ARIAS RAMOS” Y LA AMISTAD - III.

Los difíciles años veinte

Pocos años después de casarse, mis abuelos tuvieron descendencia: en 1921 nació mi madre y en 1924 mi tío Constancio. Para esas fechas, la amistad entre las dos familias se había consolidado hasta el punto de que fueron los hijos de Don Juan quienes apadrinaron a mi madre y a mi tío. Los padrinos de mi madre fueron Pilar Arias, quien además escogió su nombre, Luisa, en memoria de un familiar suyo, posiblemente una de sus abuelas o tías, y Don Nicolás Arias (mi madre siempre se refiere a su padrino como Don Nicolás, se ve que eso de ser doctor en medicina imprime, como debe ser, carácter, y da derecho a un trato especial). Los padrinos de mi tío fueron Eleana Arias e Ignacio Arias. Mis abuelos tuvieron también otro hijo que murió, y que fue apadrinado por Antonio Arias y, a falta de más hijas en la familia Arias, por una sobrina de mi abuela.
Los años veinte debieron ser difíciles para Don Juan y Doña María, que tuvieron que afrontar desde un pueblo la educación de sus muchos hijos, entonces estudiantes, en diferentes universidades. Pero al mismo tiempo, estoy seguro que también fueron muy alegres cuando en vacaciones podía reunirse toda la familia y, sobre todo, al ver cómo sus esfuerzos se veían recompensados con creces cuando sus hijos acababan de forma brillante sus carreras, y pasaban a ejercer de forma modélica sus diferentes profesiones.
Durante la década de los veinte mi madre y mi tío pasaban grandes ratos en casa de sus padrinos, y participaban en la vida cotidiana de los Arias Ramos: comida, rezo del rosario, labores y costura sentados en el mirador de la casa, trato con las chicas de servicio (Patricia la hija de Tivo, o Isabel la de la señora Pía) e, incluso, dormían en su casa.
Mi madre recuerda que cuando comía en casa de su madrina, solía comer de todo, también las lentejas que no le gustaban, procurando siempre terminar toda su ración, lo que era motivo de comentario entre Doña María y mi abuela, quien no acertaba a comprender cómo era esto posible. Pero todo tiene su explicación, pues los niños de antaño no eran como los de hogaño, y su buena educación tenía como exigencia el comer de todo lo que se servía en la mesa, incluso de lo que no les gustaba.
Otra de las misiones que tenía mi madre en casa de los Arias Ramos era ayudar a Don Juan a desabrocharse los “leggins” ( mi madre siempre los ha llamado “leguis”) que Don Juan usaba para protegerse del frío, cuando utilizando su caballo tenía que visitar a sus pacientes de los pueblos situados en el interior de los Montes de Oca. Como compensación a su abnegada labor de desabrochar los “leggins” recibía un caramelo, un confite u otro dulce de manos de Don Juan.
Como he mencionado, algunas veces mi madre pasaba la noche en casa de sus padrinos, y era en esos momentos de intimidad, antes de ir a la cama, los que Doña María aprovechaba para enseñar y compartir sus oraciones con los más pequeños. Mi madre aún recuerda y repite, con gran emoción, la siguiente oración aprendida de sus labios: “Dios mío, yo creo en Vos porque sois la verdad misma, yo espero en Vos porque sois infinitamente bueno. Os amo de todo corazón y sobre todas las cosas porque sois infinitamente perfecto y amo al prójimo como a mí mismo por vuestro amor”. Esta oración se completaba con una súplica al Corazón de Jesús y al Dulce Corazón de María, finalizando con un padrenuestro por los difuntos.
Una de las atracciones de la época en Villafranca, no sólo de mi madre y mi tío, sino de toda la chiquillería del pueblo, era “ayudar” a Pilar a llevar su coche a la cochera, que estaba situada a unos 150 metros de su vivienda. Todos los niños del vecindario esperaban con ansiedad la llegada de Pilar y su coche, pues todos sin excepción se subían en el mismo para que Pilar les diera un paseo en “auto” hasta el garaje, situado al pie mismo de la carretera. Ellos, por su parte, ayudaban como podían poniendo unas tablas, necesarias para salvar el pequeño desnivel que existía entre la carretera y el inter ior de la cochera.
Mi tío Constancio pasaba muchas horas en casa de los Arias Ramos. Le gustaba especialmente estar allí en la época de vacaciones, ya que entonces solían estar también los nietos mayores de Don Juan y Doña María. Juan Antonio y Gonzalo, hijos de Don José Arias y Doña Asunción Bonet, que debían de tener edades próximas a las de mi tío, pasaban parte de sus vacaciones en Villafranca con los abuelos y la tía Pilar. Pilar me contaba en los años ochenta el tremendo disgusto que tuvo cuando un día descubrió cómo, debido a un descuido suyo, sus dos sobrinos y su amigo Constancio, que habían decidido jugar a los peluqueros, se habían cortado mutuamente el pelo con las tijeras que habían encontrado en su cesto de costura. ¡Vaya un desaguisado! ¿Cómo explicar a su cuñada la situación? ¡Buenos estaban los niños! ¿Cómo iba a mandarles con esas pintas de nuevo a su casa?
Juan Antonio Arias recordaba con agrado sus estancias veraniegas en Villafranca, en casa de sus abuelos. Hacia mediados de los años ochenta, poco antes de su repentina muerte en Cuba y durante su época de director de la Residencia de Estudiantes, nos encontramos con él mi madre y yo en el Teatro de la Zarzuela, y surgió la conversación sobre sus veraneos en Villafranca. Resultó para mí un tanto asombroso el comprobar cómo guardaba en su memoria hasta los más pequeños detalles del pueblo, principalmente aquellos que más impactaron en su memoria infantil. Nos describía, por ejemplo, lo mucho que le asombraba el ver abrevar a las vacas en el gran pilón que existía en la parte posterior de la iglesia, cuyo tamaño, a sus ojos infantiles, le parecía tan grande como una piscina. Hace unos años, nos decía, volví a pasar por Villafranca y descubrí que el gran pilón aún estaba allí. Hoy, sin embargo, tanto el pilón como las vacas han desaparecido, y en su lugar se levanta un parque infantil.
Fue también en los años veinte cuando le ocurrió a mi abuelo Constancio el suceso que contaré a continuación, cuya consecuencia más relevante fue impedir que las Navidades de aquel año de la familia Arias Ramos fueran como en años anteriores. Mi abuelo, que en la acepción de la época era “industrial carretero”, además de tener la tienda en Villafranca era también vendedor ambulante, y solía adquirir las mercancías para la venta en el almacén de ultramarinos y coloniales que Don Desiderio Alonso de Linaje tenía en Briviesca. El almacén de Don Desiderio, quien tenía, además, fabrica de chocolate y almendras garrapiñadas (las de Briviesca son famosas en toda España), era el almacén central para las comarcas de La Bureba y Montes de Oca. Briviesca era, por otra parte, el lugar más cercano e importante que tenía estación de ferrocarril, que era el medio normal de trasporte de mercancías en aquellos años, por lo que las mismas solían llegar a la capital de La Bureba. Era costumbre que los parientes pasteleros de los Arias Ramos de Santander (no sé muy bien si eran primos o algún hermano de Doña María) enviaran por el “rápido” o el “expreso” dos cajas de madera llenas de ricos mazapanes y turrones artesanos para que su familia de Villafranca endulzara sus fiestas navideñas. Mi abuelo era el que tradicionalmente recogía estas cajas en la estación de RENFE de Briviesca. Esa Navidad de finales de los años veinte, mi abuelo había acudido al almacén de don Desiderio para cargar mercancías para su tienda, en particular bacalao en salazón, alimento éste que era imprescindible en las mesas de la Navidad castellana de esos años; al mismo tiempo, debía recoger las cajas de dulces para don Juan y su familia. Cargó bien su carro de mulas y puso en el “faldón”, situado en la parte inferior del mismo, algunos fardos de bacalao y las dos cajas de dulces de don Juan, y acompañado de su buen criado Ciriaco (“Picho”) emprendió su camino hacia Villafranca atravesando el Valle de Oca. Había caído una nevada propia del lugar y la estación. Al llegar a su destino y descargar las mercancías del faldón, descubrió con sorpresa que faltaba un fardo de bacalao y una de las cajas de dulces. Evidentemente, con un gran disgusto, mi abuelo explicó la situación a don Juan y Doña María. Pilar, que siempre estaba disponible en las dificultades, se ofreció a recorrer los ocho pueblos del Valle de Oca (24 kilómetros) con su coche, a pesar de la nevada y de que la noche estaba prácticamente encima. Así, fueron recorriendo uno a uno los pueblos y en un momento determinado llegaron a uno de ellos (sé su nombre pero no merece la pena mencionarlo) y entrando en la taberna descubrieron cómo un buen grupo de comensales estaba saboreando turrones y mazapanes acompañados con un buen vino. Mi abuelo preguntó por lo perdido, pero… nadie había visto nada. Era evidente lo que había sucedido. Preguntó después por su fardo de bacalao, pero tampoco sabían nada al respecto. Intuyó que debería estar ya a remojo, para ser guisado a la riojana y almorzado dias después acompañado de un vino de la misma procedencia. Ese año los Arias Ramos pasarían una Navidad tan feliz como siempre, pero con la mitad de turrones y mazapanes.
Además de médico de Villafranca y pueblos comarcanos, Don Juan atendía también en calidad de médico titular a los enfermos internados en el hospital de Villafranca. El viejo hospital de peregrinos, fundado en el siglo XIV, ha tenido diversas situaciones a lo cargo de su historia. Su época más gloriosa coincidió, sin duda, con el reinado de los Reyes Católicos, cuando era su provisor Don Juan de Ortega, quien no debe confundirse con el santo del mismo nombre. Éste fue un personaje protegido por los reyes, cofundador de la Santa Hermandad y primer obispo de Almería tras su conquista. En el siglo XIX el hospital sufrió las consecuencias de los procesos de desamortización de Mendizábal y, sobre todo, de Maroz, y perdió casi todo su patrimonio, pasando a ser hospital de beneficencia de la provincia de Burgos. Cuando Don Juan llegó a Villafranca ésta era la situación jurídica del mismo. El hospital era atendido por dos enfermeros (un enfermero y una enfermera) que prestaban sus servicios a un total de unos 15 o 20 enfermos, situados en dos salas, una para hombres y otra para mujeres; también un capellán, que además era coadjutor de Villafranca. Sin embargo, el hospital no tenía médico, y era atendido por el titular de Villafranca. En el viejo archivo del hospital he encontrado algunos documentos firmados por Don Juan, en su calidad de médico del hospital. Por cierto, siempre firma como “Juan Manuel Arias”. Uno de ellos es un libramiento fechado el 30 de junio de 1913 y realizado por el administrador del hospital, Julián Sagrado. El mismo está firmado por Salustio Arnaiz como presidente, y por Benito Mata como sindico; en el recibí está firmado por Don Juan Manuel Arias. Ahí se recoge un pago de 200 pesetas por los servicios prestados por Don Juan Manuel como médico del hospital durante un semestre. El hospital de peregrinos fue parcialmente restaurado por la Junta de Castilla-León entre 1990 y 1993, en 2004 fue vendido por la Junta, y en la actualidad está en manos privadas. El proyecto de los actuales dueños es convertirlo en hotel.
Los años treinta debieron ser particularmente difíciles para las dos familias. En abril de 1931, pocos días después de proclamarse la república, murió mi abuelo Constancio, dejando a mi abuela viuda y con dos niños que aún no habían cumplido los diez años.


Alfonso Bonilla Bonilla

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